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De Italia a Buenos Aires: llegó al país persiguiendo “el sueño americano” y abrió una de las heladerías emblemáticas de calle Corrientes

Lifestyle 2025-12-23 04:00:02

Silvestre Olivotti llegó al país en 1947; de una larga tradición de heladeros, fundó Cadore en 1957, un negocio familiar y artesanal

De Europa a una de las avenidas más importantes de Buenos Aires. De herencia y tradición a un ícono de las calles porteñas y, sobre todo, a la conformación de un sueño, de una pasión personal y popular: el helado.

La historia de Cadore, la famosa heladería de la avenida Corrientes, se remonta a Italia, principios del siglo XX, y a una familia, los Olivotti. Un viaje intercontinental marcó el destino de su fundador, Silvestre, que llegó, como muchos italianos, en busca de las oportunidades que varios inmigrantes veían en este país sureño.

Familia Olivotti, fundadores de Cadore en Italia

La ola de inmigración en la Argentina tuvo su mayor impacto a partir de 1860 y hasta la primera mitad del siglo XX. Tuvo, también, sus altibajos. Por momentos se frenaba la llegada de europeos y, por momentos, volvía a aumentar, sobre todo entre 1930 y 1950. Los italianos fueron una de las principales comunidades que se asentaron en Buenos Aires.

Según el Centro Umbro, una asociación civil que representa a las familias de origen italiano de la región de Umbría, y el programa argentino de radio L’Ombelico del Mondo, dedicado a la cultura italiana, “detrás de cada inmigrante solitario y detrás de cada familia de inmigrantes hay una historia particular”. Una historia “tejida de grandes ilusiones y de grandes desencantos”. El sueño compartido era “hacerse la América”.

En Italia, los heladeros vendían en carritos ambulantes

Pero empezar era difícil: había que sobrevivir, encontrar trabajo, arreglárselas. Muchos aprovecharon la alta demanda de mano de obra. Aunque varios llegaban solos, entre el 30 y el 40 algunos ya tenían familiares en el país, lo que era un pequeño alivio en esos primeros meses o años en los que debían acomodarse.

Esta generalización encuentra un exponente en Silvestre Olivotti, quien llegó solo en la posguerra y fue a parar a la casa de un familiar, esperando traer a su familia después.

Llegada de Silvestre

El negocio de los helados se remonta a varias generaciones de Olivotti: empezó con Valentino en Trieste, una ciudad al noreste de Italia. En ese entonces la venta era callejera, una tradición de fines del siglo XIX que se expandió en parte por la la Gran Depresión del XX.

La tradición de los Olivotti se remonta hasta finales del siglo XIX

Así nacieron los “carrettino”, es decir, los carritos de helados. Los vendedores ambulantes llevaban los productos en una especie de cámara refrigerante de metal, que se llenaba de hielo y salmuera. Esta mezcla permitía bajar mucho la temperatura, lo suficiente para mantener la base congelada. Había que batir seguido, a mano, para que no se cristalizara.

En ese contexto, y con esos carritos, nació también la tradición de Cadore: a Valentino lo siguieron su hijo Ignazio, su nieto Arduino y sus bisnietos, Ivo y el famoso Silvestre, que nació en 1926. Una familia originaria de Cibiana di Cadore.

“La venta de helados tenía un formato totalmente diferente, sobre todo en la Italia empobrecida por las guerras y los avatares políticos. Los helados se producían con gran dificultad. Las máquinas y el lugar en donde la familia vivía eran precarios. La producción, totalmente casera, con hielo y sal para su conservación”, cuenta Gabriel Famá, sobrino de Silvestre.

Foto de la familia Olivotti en el local de Cadore en avenida Corrientes

Vivió en una Europa difícil. Solo tenía 19 años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Pero ya había adoptado la fascinación por los helados que se remontaba tan atrás en la historia de los Olivotti, un clan que, como cuenta Famá, “vivió y sobrevivió en la Italia de Mussolini y la Segunda Guerra Mundial, que dejó un país y un continente devastado”. Un país, un continente y una familia: el papá de Silvestre falleció allá a causa de las heridas sufridas en el campo de batalla.

Sin su padre presente, y en un país que apenas salía del caos de la guerra y la Depresión, Silvestre decidió, como tantos otros, perseguir ese sueño de “hacerse la América”. Así, llegó a Buenos Aires en 1947. Tenía apenas 21 años. Vino solo, pero, como se contó, tenía el beneficio de que sus tíos ya estaban viviendo acá, por lo que enseguida tuvo un lugar en donde vivir, concretamente en el barrio de San Fernando, provincia de Buenos Aires.

Mapa e historia de Cadore y los Olivotti, en la heladería de la avenida Corrientes

Para él, el helado era una herencia. Lo vivía como una pasión. Lo había aprendido desde chico, y quería dedicarse enteramente a este negocio. No era fácil. Cuando recién llegó, empezó a trabajar en construcción. Por suerte su tío ya se desempeñaba en este rubro, por lo que enseguida empezó a colaborar con él como podía. Un año después de su llegada, lo siguieron su mamá, Filomena, y su hermano, Ivo. Como su papá ya no estaba con ellos, Silvestre adoptó el rol de “guía de la familia”.

Volver al “gran amor”

Pero siempre esperó, mientras tanto, el momento para retomar su vínculo con los helados. Pasó poco más de tres años trabajando intermitentemente en la construcción, tiempo y oficio que le permitieron armarse un fondo: quería “volver a su gran amor, el helado artesanal”, destaca Famá.

Consiguió, a principios de los 50, abrir una heladería, Cachito, en La Paternal, sobre la avenida Juan B. Justo al 5000. Lo hizo con un socio, Salvador Da Col, porque todavía no podía tener la suya propia, que era su verdadero sueño.

Ese momento fue, de todas formas, un punto de inflexión en su vida: empezó a recuperar la tradición, por un lado, y de paso conoció a la que se convirtió en su esposa, Delia Saladino, que vivía a una cuadra de la heladería junto a su familia. “En esos helados surgió el amor para toda la vida”, dice Famá, y agrega que ella, además, fue su compañera en el trabajo. Como el amor, también eso fue para toda la vida.

Pero no tenía la intención de frenar así nomás. Iba a perseguir ese sueño propio, el legado de los Olivotti que hacían y vendían ellos mismos el helado en Italia. Así que de a poquito, fue juntando la plata. “En esos momentos los italianos, si no podían abrir su propio negocio, lo hacían con amigos inmigrantes, que obviamente sabían del rubro”, detalla.

Le funcionó: en 1957, diez años después de haber llegado al país, inauguró Cadore, en avenida Corrientes 1695, donde todavía está hoy. Eligió esa calle porque, explica Famá, en esos momentos era la avenida “más pujante” a nivel cultural y gastronómico.

Carrito de Cadore, como los originales, en el local de Villa del Parque

“La avenida que nunca dormía tomó en Cadore un hijo pródigo, ¡y no defraudó! A partir de ese momento la heladería empezó a ser un ícono del helado artesanal”, agrega. En 1958 entraron al negocio Domingo Delerba, y en 1976, el propio Famá, los dos sobrinos. Delia y Silvestre nunca tuvieron hijos. Paralelamente, Ivo Olivotti, hermano de Silvestre, abrió un Cadore en Villa del Parque. No es una sucursal porque también ahí se elabora el mismo helado que venden.

“Era todo sacrificio”

Así se abrió el capítulo más importante en la vida de Silvestre y las generaciones que lo seguirían con Cadore. Hay un detalle interesante que lo diferencia de la mayoría de los negocios: mientras que muchos buscan la expansión, él nunca pretendió abrir franquicias ni sucursales. La herencia que acarreaba tenía sustento en la convicción de que, antes que nada, se tiene que mantener la calidad: nunca se olvidó de lo artesanal.

El helado en Cadore se produce en los mismos locales

Artesanal significa, destaca Famá, elaborar el helado en el día y en el mismo lugar: “Silvestre sostenía el concepto de que el helado artesanal auténtico es el que se elabora y vende en el mismo lugar, por eso nunca tuvieron una elaboración centralizada”. Selección de frutas, de materia prima, batido. Evitar colorantes y conservantes. Las reglas básicas que también los sobrinos heredaron y que siguen al pie de la letra.

Aunque el negocio era fructífero, Famá dice que sufrieron especialmente la hiperinflación durante la presidencia de Raúl Alfonsín: los precios de los proveedores cambiaban mañana, tarde y noche, subían varias veces al día, y les era difícil, como a cualquier negocio, seguir el ritmo, mantener clientes, calidad.

Heladería Cadore

Mientras tanto, Delia y Silvestre siguieron trabajando como toda su vida, hasta el retiro: “Ellos, desde el inicio, trabajaban muchas horas, era todo sacrificio. Empezaban la jornada a las 8 de la mañana hasta el cierre, que en esos momentos era entre las 3 y las 5 de la madrugada, todos los días”. Poco descanso, mucha pasión: una vida dedicada al helado.

Hasta que en 1995, a los 69 años, Silvestre decidió dar un paso al costado, aunque manteniendo el negocio en la familia. Lo cedió a sus sobrinos, quienes hoy lo mantienen bajo las mismas condiciones y con la misma filosofía que Olivotti. “Se retiraron con ganas de disfrutar la vida. Estaban sus sobrinos, había una continuidad de familia, así que no fue un golpe. Yo hacía 20 años que estaba, mi primo, desde el 58. Sabían que iba a tener continuidad familiar”.

Heladería Cadore en la avenida Corrientes

Recetas, procedimientos y familia siguen manteniendo el legado de Olivotti. “Sentimos un gran orgullo del camino recorrido, nunca nos apartamos del concepto que dio origen a esta heladería”, concluye Famá. Concepto que preserva y conecta la historia de aquel carrito en las calles de Italia con un legado que hoy se volvió un bien porteño.



Fuente: LA NACION (extraído usando lector RSS).



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